Hace unos días fui de pesca. Hacia ya tiempo que deseaba hacerlo…

Habían pasado tantos años en que no lo hacía… ya por un motivo, ya por otro… Busqué mis cañas, mis aparejos, los carretes, los plomos, los anzuelos y todo lo demás. Fui a comprar “carná”, como se llama aquí, cebos, que dirían en otras partes. Encontré gusanas de canutillo, y muy caras, por cierto. El marisqueo de siempre ha sido sacrificado, laborioso y de resultados inciertos, y ahora se cobra el trabajo, a su precio.
       Me eché la mochila al hombro, las cañas bajo el brazo, y me encaminé a La Alameda, esperando que nadie, por el camino, me gritara: “¡buena mano!”. Aquí, ese inocente deseo de buena pesca es, inevitablemente, un gafe para el pescador. Afortunadamente, nadie me lo dijo.
       Ya en La Alameda, balcón sobre el mar, dejé mis cosas en un rincón de la balaustrada, preparé la caña y su aparejo, coloqué una gusana en el anzuelo (pobre gusana… estaba aún viva, como debe ser), por lo que pedí perdón a los dioses protectores de las gusanas, lancé con fuerza el plomo con el aparejo, tensé lo necesario la tanza (sedal) y coloqué con delicadeza la caña sobre la balaustrada. Me prometí: “he sacrificado una gusana, pero todo pez que pesque, si no es más grande que la palma de mi mano, lo liberaré con cuidado del anzuelo y lo arrojaré nuevamente al mar y a la vida”.
       Llegó, como sin darme cuenta, el mediodía. Sólo había pescado dos peces minúsculos, que devolví al mar, y, una vez que mi caña se zarandeó vigorosamente y pensé haber atrapado al hermano mayor de los anteriores, solo se trató del choque con mi tanza de una gaviota atolondrada. De recuerdo, y no sé si de cachondeo, me dejó una pluma colgada del sedal.
       –¡Bien, gaviota chula, ya sé que pescas mejor que yo, pero no tenías por qué refregármelo en la cara! –le grité, aunque me parece que no se dio por aludida, a pesar de unos graznidos que dio y que me lo hizo parecer.
       Con el calorcito empezaron a desfilar forasteros, veraneantes, por delante de mí y de mi caña. Sabéis que los veraneantes son muy curiosos, o quizá sea un deber para ellos enterarse de qué se hace en cada sitio que visitan. Así, cada uno que pasaba se detenía junto a mí. Luego de mirar un rato qué hacía, me preguntaban:
       –Perdone, pero esos peces que se ven abajo, tan grandes y en mucha cantidad, ¿qué son?
       –Lisas –le contestaba.
       –¿Y está usted tratando de pescarlos?, porque veo que lanza usted el plomo muy lejos, y ellos están mucho más cerca.
       –No, no, no me interesan esos peces. Su carne es basta y poco apreciada, aunque mucha gente las pesca y se las come. Ya ve usted cómo está la cosa…
       –¡Ah! Gracias, ¡buena pesca!
       ¡Lo dijo! ¡Lo dijo! ¡Lo sabía! Pero, quizá, el gafe es solo si te lo dice un gaditano…
       El siguiente:
       –¿Y qué pone usted de cebo?
       –Gusanas de canutillo –dije yo.
       –¿De canutillo?
       –Sí, mire, ¿lo ve? Viven dentro de esta especie de canuto que ellas se fabrican no sé por qué; seguramente, para estar mejor protegidas dentro del fango…
       –¡Es verdad! ¡Qué astutos! ¡Parece mentira, unos simples gusanos, y tan listos!
       Descarté, por supuesto, explicarle la ley de la evolución de las especies y de cómo los mejor preparados para la dura vida son los que sobreviven. Simplemente, le dije:
       –Fíjese, con lo tontos que somos los seres humanos…
       Y, por fin, otro más, este ya mayor.
       –Qué, de pesca, ¿no? –como si no estuviera claro.
       –Pues sí, echando el rato…
       –Es una buena afición, porque, ya jubilado, uno tiene muchas horas que echar fuera…
       Me contuve, con mucha dificultad. Esto era ya demasiado. ¡Echar horas fuera! ¡Como si yo tuviera el problema de echar horas fuera! ¡Resulta que es al revés! ¡Que necesito más horas! ¡Si este hombre supiera los equilibrios que hice para echar un par de horas pescando!
       Además, ¡yo jubilado!, ¡pero si soy un chaval! ¡Jubilado estaría él, así que si quiere echar horas fuera, que las eche, allá él! Que se ponga a hacer pasatiempos, sudokus y cosas así, o que se vaya a pasear kilómetros, o que se duerma ante la tele, o que bostece, o que haga lo que quiera. Me prometí que el día que tenga que echar horas fuera, las echaré todas de golpe. Me tomaré la cicuta y a otra cosa.
       De vuelta a casa, me fui pensando que tales personas no merecen mi ira, sino mi compasión. Una persona que tiene el problema de quitarse horas de en medio, creo que empieza a ser una persona que piensa que no tiene ya nada que hacer con su vida.
       ¡Con la de cosas que nos quedan por hacer! ¡Y a cualquier edad!
     
       Abraxas


       
       
       

Utilizamos cookies para asegurar que damos la mejor experiencia al usuario en nuestra página web. Al utilizar nuestros servicios, aceptas el uso que hacemos de las cookies.