En Cádiz los niños ya nacen meteorólogos. Al parecer lo traen en sus genes, porque todo gaditano es un hombre del tiempo, eso sí, del tiempo de su rincón de la bahía.
Se cría entre dichos de sus padres, comentarios de los abuelos, y predicciones que escucha en las calles, en las plazas, y por todas partes. Así, le rodean frases como:
“Va a saltar el levante, me duelen los callos”
“Abrígate, que es norte pelao”
“Va a cae ma agua que cuando enterraron a Bigote”
“Que ponientito ma rico...”
“Joé, que boshonno... esto e levante’n carma”
... y cosas así.
Mi padre era barómetro, higrómetro y veleta. Cuando le escuchaba decir: “ya saltao el levante” era, porque, en mi casa, cuando se escuchaba claramente el silbato de los trenes y las sirenas de los barcos, el viento venía del este. La predicción no fallaba, aunque eso sí, dependía de dónde vivieras.
Si decía “va cambiá’l viento” era que ya le dolían los riñones, señal inequívoca de que el aire se estaba volviendo más húmedo y venía del suroeste, que es el viento que trae en Cádiz el agua de la lluvia.
Muy habitual en nuestra tierra es soltar sentencias o pareados, de los que se podrían reunir infinitos. Valgan algunos ejemplos:
Norte en verano, levante en la mano.
Levante que juevea no dominguea.
Está surestando... no te vayas andando...
En realidad, caminando por las calles del centro, es relativamente fácil. Basta mirar la veleta y la banderola que coronan la torre mirador más alta de la ciudad, la Torre Tavira. Hasta hace solo unos años disponía de los servicios de un vigía, encargado de avisar a los consignatarios de la arribada de los buques, cuando aún quedaban las millas suficientes para prevenir todas las tareas necesarias.
Con solo tener a la vista esa veleta, o la banderola, ya se sabe qué ropa ponerse uno, si se puede ir a la playa o no, o si hay que echar mano del paraguas, por si acaso. Incluso si hay que abstenerse de salir de casa para nada que no sea cuestión de vida o muerte.
Y quizá todo esto se deba a nuestros genes marineros, de aquellos marineros de antaño, cuya pesca, el rumbo de su navío e incluso su propia vida, dependían de un cambio de viento o de una bajada brusca de la presión atmosférica.
Aquí somos marinos, y tenemos grabado a fuego en el alma el alma de la mar, para lo bueno y para lo malo. Un poco marinos, un poco pescadores, un poco contrabandistas, un poco piratas... y siempre nuestro corazón moviéndose como las olas, a veces suaves, a veces como montañas, y nuestra vida siempre blanca como las espumas... y efímeras bajo el sol, como ellas.
Nuestra lengua es también de los mares y no es raro escuchar en la barra de cualquier taberna un “Arría ya la carná” o un “¡Larga ya velas… y vete con viento fresco!”
Y, cuando la parienta se sale del tiesto, se baja uno al bar y comenta al parroquiano: “Quillo, va saltá’l levante”.
Porque el levante es un viento que irrita, altera, enfurece y, resumiendo, vuelve loco a tó quisqui. Así que aquí, al que más o al que menos, a cualquiera, le faltan por lo menos dos mareas. Y cuando a alguien se le ve nervioso e irritable, enseguida se comenta por lo bajini…: “está como el levante… disparatao”
Pero os cuento todo esto porque esta mañana, cumpliendo con el rito de café y Diario, estaba con dos buenos amigos sentado junto a la ventana de un bar. Y desde ella se veía flamear la bandera de la ciudad, que corona la escasa altura de la puerta del mercado central. Y me comentó uno de ellos, mirándola:
-Levante...- , como se dice escueta y cansinamente en nuestro Cai, encerrando en esa palabra todo lo que conlleva, que es mucho. Viento fuerte, calor, sequedad total, flojera e imposibilidad de ir a cualquier playa donde combata. No te salvas en ningún sitio, a no ser a menos de cinco metros de la orilla, y eso si tienes cerveza a mano. Así debe ser, como buen viento que viene directo del Sahara, y es bueno que así sea. Nos seca el verdín de las paredes, de los huesos y de la sesera. Sin el caritativo levante no habría otra manera de vivir en una isla como es la nuestra.
-Pero... la bandera señala viento del sur- dije yo, sin demasiado convencimiento, porque en mis huesos sentía que era realmente levante, y ya lo había olido cuando venía de casa. ¿Habéis olido alguna vez la cercanía de un viento que llega? Pues aquí sí lo olemos.
De todas maneras -continué- no te fíes de esa bandera. Está muy baja y rodeada de edificios altos. Seguro que en la plaza el viento da vueltas. Solo me fiaré cuando vea la banderola de la Torre Tavira.
Siempre anhelé –le seguí contando- poner una veleta en lo alto de mi casa en el campo. Pero, aunque veía algunas en otras casas cercanas, me di cuenta que era inútil. Nunca señalaría el origen del viento. Rodeada de altos y viejos pinos siempre sería como una de esas locas que no sabe nunca lo que dice. Y renuncié a mi pequeño sueño. Me conformo con mirar las copas de los pinos y hacer mis deducciones.
Terminamos el café y nos marchamos cada uno a sus cosas. Pero camino de casa iba rondándome la imagen de la bandera que no era veleta, y la de mi veleta que no podría ser nunca cuerda.
Y prometí solemnemente nunca orientarme por ninguna veleta que no estuviera en lo más alto que pudiera divisar, abierta a todos los vientos y, por supuesto, que se moviera con ellos, libre de óxidos y de ataduras.
Abraxas