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El dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional.

El Budismo es una de las religiones más importantes en el mundo surgida de la inspiración y las enseñanzas de Buda. Es en sí, un modo de vida que persigue el desarrollo integral del individuo.

Estas son las Cuatro Nobles Verdades proclamadas por el Buda en su primer sermón y representan los pilares de la enseñanza budista y su lucha para erradicar la ignorancia:

1. Todo en la vida es dolor.
2. El origen del dolor es la ignorancia que causa el apego.
3. Hay un camino para dejar el dolor.
4. Este es el camino de los 8 Senderos:

recto conocimiento
recta intención
recta palabra
recta conducta
recto esfuerzo
rectos medios de vida
recto pensamiento
recta concentración

Sobre estos interesantes temas, hemos tratado el pasado viernes 15 de Enero en nuestra charla.

A continuación os dejamos dos artículos de lo mejor que puedes leer sobre el tema.

Delia Steinberg Guzmán
(del Libro del “Héroe Cotidiano” – Reflexiones de un Filósofo)

Hay una pregunta que, calladamente o en voz alta, solemos formularnos varias veces al día, muchas, demasiadas veces en la vida. ¿Por qué sufren los hombres? ¿Por qué existe el dolor?.
Esta pregunta señala una realidad de la que nos es imposible escapar. Todos sufren; por una u otra razón, todos sangran en su corazón e intentan vanamente apresar una felicidad concebida como una sucesión ininterrumpida de gozos y satisfacciones.

Viene a mi memoria una parábola del budismo que siempre me ha impresionado; aparece en los libros bajo el nombre de “EL GRANO DE MOSTAZA”. Y, en síntesis, refleja el dolor de una madre que ha perdido a su hijo pero que, sin embargo, confía en volverlo a la vida gracias a las artes mágicas del Buda. Este no desalienta a la madre; sólo le pide que para resucitar a su hijo le consiga un grano de mostaza obtenido en un hogar donde no se conozca la desgracia... El final de la parábola es evidente: el grano de mostaza, ese grano tan especial, jamás aparecerá, y el dolor de la madre se verá mitigado en parte, al comprobar cuántos y cuán grandes son también los sufrimientos de todos los demás seres humanos.

Pero el hecho de que todos los hombres sufran no quita ni explica la realidad del sufrimiento. Y otra vez nos preguntamos, ¿Por qué?
Viejas enseñanzas –más viejas aún que la parábola citada- nos ayudan a penetrar en el intrincado laberinto del dolor.
En general se nos indica que el sufrimiento es el resultado de la ignorancia. Así, sumamos dolor tras dolor, es decir, a los hechos dolorosos en sí, sumamos el desconocimiento de las causas que han motivado esos hechos: no somos capaces de llegar hasta las raíces de las cosas para descubrir la procedencia profunda de aquello que nos preocupa; simplemente nos quedamos en la superficie del dolor, allí donde más se siente, y allí donde más se manifiesta la impotencia para salir de la trampa. Ignoramos la causa de lo que nos sucede, y nos ignoramos a nosotros mismos, sumando una doble incapacidad de acción positiva.

Asimismo desconocemos otras leyes fundamentales de la Naturaleza, y una vez más, por ignorancia, acrecentamos nuestro dolor. Deberíamos saber que ningún dolor es eterno, que ningún dolor se mantiene ante el embate de una voluntad constructiva. Nada, ni dolor, ni felicidad, pueden durar eternamente en el mismo estado. Hay que aprender, pues, a jugar con el Tiempo para hallar una de las posibles salidas del laberinto.

El dolor de lo porvenir no tiene cabida en el presente, ya que es un sufrimiento inútil, antes de tiempo y, tal vez, sin razón de ser. Es verdad que en el presente ya se está gestando el futuro, pero también es verdad que el temor del futuro es germen de futuros males, mientras que la voluntad firme y positiva da lugar a circunstancias más favorables que también pueden gestarse en el presente.

El dolor de las cosas pasadas, es como intentar mantener el cadáver de un ser querido en nuestra casa, repitiéndonos constantemente que no ha muerto, volviendo mil veces los ojos a la irrealidad de un cuerpo que no existe y desconociendo la otra realidad espiritual que sí existe.

Y en cuanto al dolor del presente, es apenas una punzada que en breve se hunde en el pasado, para dejar lugar al futuro.

Por eso decía un sabio que los hombres somos capaces de sufrir tres veces por la misma cosa: esperando que suceda, mientras sucede y después que ha sucedido. Así se refuerza la tesis de “la ignorancia como madre de todos los dolores”.
Para los orientales siguiendo con la tónica de la parábola budista, “EL DOLOR ES VEHÍCULO DE CONCIENCIA”, lo que equivale decir que todo sufrimiento encierra una enseñanza necesaria para nuestra evolución.

El dolor es el que obliga a detenernos y a preguntarnos acerca de las cosas. Sin el dolor, jamás nos diríamos, como tantas veces lo hacemos: “¿Por qué a mí?”, para advertir seguidamente que no es “a mí” solamente...Sin el dolor, no nos propondríamos indagar en las leyes ocultas que mueven todas las cosas, hechos y personas.

Por poco que volvamos los ojos, encontraremos sufrimiento: sufre la semilla que estalla para dar lugar al árbol, sufre el hielo que se derrite con el calor y el agua que se endurece con el frío, y sufre el hombre que, para evolucionar, tiene que romper las pieles viejas de su cárcel de materia.

Pero tras todos estos sufrimientos se esconde una felicidad desconocida: La plenitud de la Semilla, del agua, del alma Humana que descubren en medio de las tinieblas, la luz segura de su propio Destino.

Delia Steinberg Guzmán
(del Libro del “Héroe Cotidiano” – Reflexiones de un Filósofo)

JORGE ÁNGEL LIVRAGA

Se llamó así, según H. P. Blavatsky, por ser el primero su nombre personal y el segundo el sacerdotal, que recibió de su familia Sankhya; de allí el epíteto de Sakhyamuni o “el Santo de la familia Sankkya”. La palabra “Sidharta” devendría de sus poderes paranormales y se refiere a los Sidhis; es “el Poderoso”, aquel que se ha completado a sí mismo. Gautama tiene el significado literal de “Pastor de vacas”, pues en el hinduismo, la vaca Go es sinónimo del universo y también de la Madre del Mundo.

“Buda” significa “el Iluminado” y es un calificativo genérico otorgado a muchos grandes místicos anteriores y posteriores a él, en todas las lenguas de la Tierra. (Por ejemplo, no otra cosa significa “Cristos” en griego, y así llamaron al maestro galileo a partir del siglo IV-V).

Podemos considerar su existencia bajo dos claves: la histórica y la mítica o religiosa, no pudiendo evitar que ambas se confundan en la fe de sus creyentes, como pasa en todas las religiones conocidas.

Clave histórica
Nació de familia noble, de la casta Chatrya o guerrera, en el actual Nepal, en el palacio real de Kapilavastu, a unos 150 km al NE de la ciudad de Benarés. Las investigaciones modernas nos dan la fecha del 563 a. C., que coincide aproximadamente con las tradiciones antiguas indias, que sitúan su nacimiento entre el 600 a. C. y el 534 a. C.

Su padre fue el rey Suddhodhana y su madre la princesa Maya, proveniente de un reino vecino. India, en aquel entonces, estaba pasando por uno de sus períodos de tipo feudal, o sea, que estaba compuesta por pequeños Estados, a la manera de la Grecia clásica.

Suddhodhana significa “arroz puro”, y Maya o Mayadevi, “ilusión luminosa”. El niño nació en el equivalente de nuestro mes de mayo y se destacó inmediatamente por su belleza física e intelectual. Quedó huérfano de madre muy pronto y fue criado por su padre, que se casó en segundas nupcias con la princesa Gautami, probable pariente cercana de Maya, tal vez su hermana menor. Sidharta fue educado desde los 7 años de edad por el maestro Vizcamitra y su Consejo de ancianos sabios.

El futuro Tathagata, “el Predicador”, mostró pronto un carácter introvertido. Uno de sus maestros lo describe así: “Los grandes ojos fijos de este niño, que brillaban bajo una frente extraordinariamente abovedada, miraban el mundo con asombro. Había en esos ojos abismos de tristeza y de recuerdos. Pasó su infancia en el jardín suntuoso de su padre, en el lujo y el ocio. Todo le sonreía, pero nada podía alejar aquella sombra precoz que velaba su rostro; nada podía calmar la inquietud de su corazón. Era de aquellos niños que no hablan, porque piensan demasiado para su edad”.

Otros fragmentos de la época se refieren a que, forzado por las costumbres a participar en expediciones de caza, al ver volar las flechas, fijaba en ellas sus ojos y estas se desviaban en el aire, salvándose el animal. Estos y otros fenómenos que hoy llamaríamos parapsicológicos, unidos a su tendencia a una excesiva actitud meditativa, terminaron por alarmar al rey. En busca de un heredero más normal para la Corona, se propició apresuradamente un casamiento con la hija del rey de Coly, llamada Yashodara o también Gopa. Pero el padre de la elegida no quiso dar la mano de su bella hija a un “anormal”, pues tenía a la vista a otros muchos príncipes más amantes de la guerra y las competiciones cinegéticas.

El joven Sidharta era muy bien parecido, y en las pocas prácticas de artes marciales en las que se había visto obligado a participar, había sido siempre el mejor, pareciendo no necesitar maestros para nada, desde el uso del arco a la danza, y desde la supervivencia en la selva a la composición y ejecución musical. Pero, para las costumbres de su época, resultaba muy raro que un príncipe tan joven estuviese siempre rodeado de filósofos y santones, científicos y poetas, despreciando los ropajes lujosos y las hermosas esclavas.

El rey Suddhodhana, desesperado y ofendido, se quejó ante su hijo de lo mucho que le hacía padecer. Este, como despertando de un sueño, le sonrió bondadosamente y prometió que cesarían sus penas. Aceptó medirse con todos los aspirantes a la mano de Gopa, en cualquier terreno.

Se formalizaron las justas, en las cuales compitieron numerosos príncipes provenientes de diferentes reinos, pues la princesa era bellísima y muy rica. Comenzaron por disparar con arcos, pero los de madera, comunes, se hacían astillas en las manos de Sidharta. Su propio padre hizo traer entonces el viejo arco de su abuelo, el gigantesco rey Sinhajanu, que estaba depositado en un templo y requería veinte hombres para transportarlo, dado su tamaño descomunal y los materiales pesados con que estaba construido.

Puesto en las manos de los príncipes, nadie alcanzó ni a sostenerlo y sólo Sidharta lo hizo, con un solo dedo de su mano derecha. Luego, lo tensó fácilmente y lo disparó, acertando a la diana a una distancia increíble. Ya nadie quiso competir con él y, tras la fiesta tradicional, se casó con Gopa. Para la pareja, bellísima y famosa, el rey Suddhodhana hizo construir tres palacios: uno de verano, otro de invierno y el tercero colgado en las faldas de los Himalayas, para la época malsana de las lluvias. (En la antigua India, como en la Grecia preclásica, las estaciones eran tres y no cuatro).

Así vivieron cuatro años, al cabo de los cuales Gopa dio a luz un niño, al que su padre puso de nombre “Rahula”, es decir, “cadena” o “amarra”. Desde entonces, Sidharta volvió a su vida ascética y mandó decir a su padre, el rey, que había cumplido con su deseo: la dinastía no se perdería.

El rey escuchó esto con horror, pues la situación económica de su reino era muy precaria, debilitada por unos gastos que no podía permitirse y, además, sus belicosos vecinos se estaban armando para una guerra entre coaliciones. Él mismo se sentía un poco viejo para conducir sus ejércitos, y teniendo un hijo tan excepcionalmente sabio y fuerte le pidió que volviese a la normalidad y se preparase para atacar a sus vecinos antes de que estos fuesen demasiado fuertes. Especialmente, temía una invasión del reino de Kosala (cincuenta años después de la muerte de Buda, efectivamente, Kosala anexó por la fuerza todo el reino Sakhya); pero esta vez el príncipe no aceptó. La causa de esta negativa es vista de diferentes maneras por los historiadores, y oscila desde una razón meramente moral hasta el hecho de que el ejército de los Sakhya estaba preparado sólo para una acción defensiva, y que a ello se había dedicado, muy exitosamente, durante casi un siglo.

Sidharta se hizo, pues, monje peregrino, cosa que, en principio, no podía alarmar demasiado al rey, ya que era la moda de entonces entre los príncipes; pero su hijo no era un hombre como los otros y jamás volvió a la corte. Cuando partió, en plena noche, de uno de sus palacios, tenía veintinueve años de edad.

Históricamente, su rastro se pierde y el mito lo sepulta. Era aquella una época de convulsiones políticas, sociales y religiosas en la India, y muchas corrientes pugnaban, destacándose el jainismo y la lectura de los Upanishads.

Durante unos cuarenta y cinco años peregrinó Sidharta, y es probable que antes de fundar su propia escuela místico-filosófica (que no pretendía ser una nueva religión) tuviese contacto con muchos sabios, desde el Himalaya hasta el Ganges, especialmente con yoguines y faquires, ya que eran estos los más numerosos. Por fin, se decidió a fundar el Sangha (una cofradía mística) contando con no más de una docena de discípulos varones. Rápidamente creció este movimiento espiritual y aceptaron también mujeres.

Los datos históricos se hacen cada vez más escasos. No hay pruebas de que haya viajado fuera de la India, aunque su doctrina se expandió luego, principalmente en China. Se sabe que al aceptar mujeres en su orden, cosa insólita en su época, lo acusaron de promover delitos sexuales, aunque su pureza de vida, su aguda dialéctica y su condición de ex príncipe le salvaron más de una vez de la ejecución.

En el bosque de Kusinara, bajo árboles de sándalo, murió apaciblemente a la edad de 81 años. Tal vez, simplemente de viejo, aunque los documentos más antiguos hablan de una indigestión de carne de jabalí, y los investigadores actuales de disentería. (Cabe señalar que el jabalí, animal dedicado a Vishnu, era un símbolo de la sabiduría divina de la que el Buda habría “comido” demasiado para vivir en esta tierra).

Clave mítica o religiosa
Hay tres textos, llamados “Evangelios” por los occidentales, que narran la vida del Buda: uno, el de Asvagosha Bodhisatva, también llamado Budacrita; otro, el Mahavastu (Gran Historia); y el tercero, el Lalita-Vishtara, el más esotérico de todos, pues identifica al Buda con toda la Humanidad y así, narrando las anteriores reencarnaciones del gran sabio de manera histórica, enseña sobre lo que fue la Humanidad en el más remoto pasado, cuando habitaba formas animales en un planeta que hoy se convirtió en satélite, la Luna. Existe asimismo una biografía escrita tardíamente por Dharmaraya en el 308 d. C.

Tomamos como fuente principal el escrito de Asvagosha, o la versión hindú. También hay versiones chinas, japonesas, coreanas y de la escuela zen.

Sidharta nació el segundo día de la lunación de mayo del año 621 a. C. en el reino de Kapilavastu. Su padre fue el rey Suddhodana, y su madre, Maya, o Mahamaya (la gran ilusión), que murió del parto a los siete días de nacer el Sarvarthsiddha (el Poderoso). La madre, antes de morir, hizo jurar al rey que se casaría con su tía, Mahaprajapati Gautami, y que cuidarían del niño, que ya se conocía como excepcional, como un Avatara (portador de la enseñanza divina, receptáculo con apariencia humana de la Divinidad, que vela por los hombres, Vishnu).

El niño no había nacido como los demás hombres, pues, aunque casados sus padres, no se había consumado el matrimonio por motivos rituales. La virgen Maya tuvo la visión de una forma de Vishnu como hijo de Shiva, el dios de la sabiduría, Ghanesa: era un gran elefante blanco que le rozaba el hombro izquierdo, diciéndole que así quedaba preñada y que sería madre de un Buda. Cumplidos los nueve meses dio a luz al niño. Este, apenas nació, se irguió robusto y dio siete pasos hacia cada uno de los puntos cardinales. Los místicos brahmanes hallaron en su cuerpo los treinta y dos signos de la perfección. Conocida la noticia, vinieron a adorarlo magos y reyes de lejanos países. Los profetas y astrólogos coincidían en que había nacido un Avatara y los viejos textos nos hablan de la lucha interior del joven príncipe, forzado a vivir la vida de la corte.

Un capítulo de este Evangelio, llamado “Tedio y tristeza”, nos dice que el rey, para alegrar a su hijo y evitar que abandonara el mundo por piedad hacia los hombres, engalanaba las ciudades que visitaba y retiraba de su vista a los enfermos, tullidos y ancianos. Tampoco se le permitía ver un muerto. A su paso, todo resplandecía de felicidad, juventud, salud y ausencia de tristeza.

El maestro Viswamitra (¿Viswakarman, el Ensamblador de todas las cosas?) ya no tiene nada que enseñarle y el joven insiste en visitar una ciudad de su reino.

Alertado, el rey manda que toda ciudad que esté en su camino se muestre siempre como un paraíso terrenal, limpia y llena de gente joven y bella. Pero un Devarishi (una forma de ángel sabio) salvará a Gautama del engaño. De improviso, se presenta ante su carro de guerra como un viejo achacoso; el príncipe pregunta a su auriga quién era ese hombre encorvado, arrugado y vacilante. “Es un viejo, señor”, le responde. Luego de corta reflexión, el Buda le pregunta nuevamente si ese estado es normal, si su padre y él mismo llegarán a esa decrepitud. Ante la respuesta afirmativa, el joven se sume en oscuras meditaciones.

Luego, el astuto deva se le presenta como un hombre buboso, con el rostro deformado por horrendas cicatrices de viruela y la piel cayéndosele por la lepra. “Y eso, ¿qué es?”, pregunta horrorizado el príncipe. El auriga, inspirado por los dioses, se lo explica y le dice que nadie está a salvo de la enfermedad, que cercena la vida antes de llegar a viejo.

El príncipe, ante su segunda crisis, permanece de nuevo ensimismado.

El deva, poco más adelante, hace pasar una caravana mortuoria que lleva un hombre a la hoguera de cremación. Otra vez Sidharta le pregunta a su auriga por lo que se ve: si el hombre duerme y por qué está tan pálido, seguido de plañideras y parientes llorosos. Le contesta que es un muerto y le explica que tal es el fin de todo ser viviente.

Ante la respuesta afirmativa, tiene el joven su tercera crisis y pregunta: “¿Por qué existen viejos, enfermos y muertos?” El auriga no sabe contestarle satisfactoriamente y entonces el futuro Buda –pues aún no estaba iluminado– le dice que solo ve ignorancia en él y que su conocimiento no le sirve para nada.

Cuando el rey se entera de lo ocurrido, hace construir tres palacios maravillosos con la intención de borrar de su mente tales experiencias; son los palacios Suba, Surama y Rama. Y busca para él una esposa bellísima que le distraiga de sus meditaciones, llamada Yashodara, hija del rey de un Estado vecino, Dandapani. En las pruebas de competencia con otros robustos príncipes, Sidharta los vence a todos con el arco mágico Sinhahanu (tal vez el dios-león, Indra), que desde hacía muchos milenios no se usaba, desde la época de los gigantes. Domó un caballo negro por la persuasión, sin utilizar el látigo (el caballo es símbolo de los poderes cósmicos) y también cruzó, más rápido que ninguno, nadando, un inmenso estanque lleno de lotos. Finalmente, lo tientan unas bellísimas formas femeninas, llamadas Apsaras, y él responde: “Quitad esos sacos de podredumbre que están enfrente de mí”. Un sabio brahmán trata de rebatir sus nuevas ideas, pero él lo enmudece con su gran sapiencia.

Se casa, tiene un hijo al que llama “Cadena” y, cumplidas sus obligaciones reales, pasando las pruebas de la Tierra, el Agua, el Aire y el Fuego, parte una noche desde uno de sus palacios, en su caballo Chandaka, que luego vuelve ante el rey y, antes de morir, pronuncia trabajosamente estas palabras: “Ha nacido un Buda” (“Chandaka o Kandala es el nombre de su caballo y también el del auriga que antes lo había acompañado).

Sidharta se entrega entonces a un interminable peregrinar y cae en los más terribles ascetismos. Ya próximo a la extinción, pasa frente a él una tañedora de vina (tipo de guitarra con el mástil muy largo y caja en forma de laúd), que canta: “La cuerda floja no da sonido, y si está muy tensa, quiebra nuestras esperanzas; en su justo medio es cuando nos da su armonía”. Sidharta la oye y comprende el mensaje de los dioses; se alimenta de arroz y leche y sale de su postración. Luego, pide a su segador un manojo de hierba (la sagrada hierba Kusha) y se sienta sobre ella, debajo de un árbol “bo” (emblema del Árbol de la Vida). Allí, en vigilia perpetua, llega a su verdadero estado de liberación, fuertemente comprometido con la Naturaleza y la Humanidad. Ve las causas del dolor, las doce Nidanas y también su remedio.

Su enseñanza
Es imposible, por razones de espacio, dar otra cosa que un escueto resumen. Un elemento fundamental es el Ariya-Atthangika-magga, al que llamamos el Noble Óctuple Sendero, que consta de:

recto conocimiento
recta intención
recta palabra
recta conducta
recto esfuerzo
rectos medios de vida
recto pensamiento
recta concentración

Fundado el Sangha, estableció para los monjes diez Paramitas (virtudes trascendentes) y seis para los laicos.

Enseñó que hay diez vicios capitales: tres del cuerpo, cuatro de los labios y tres de la mente. Estos son: matar, robar y fornicar; mentir, calumniar, insultar y decir palabras correctas con intención incorrecta; el odio, la envidia y el ateísmo.

Su doctrina, que se resume en el llamado Sermón de Benarés, se basa en la autorrealización del hombre. Ni los demonios pueden, realmente, rebajarlo, ni los dioses elevarlo, salvo con la complicidad o colaboración del propio ser humano. No existe en el budismo la idea de una “salvación”, ni tampoco la de un “Dios personal”. El hombre está atado tan solo por su ignorancia, que le hace equivocarse y reencarnar miles de veces buscando la experiencia que le falta. Dios no baja hasta los hombres, sino que estos deben elevarse siempre hacia lo divino, donde la luz es permanente y los lotos no cierran sus pétalos (Nirvana o San-gri-lah). El Dammapadha (en sánscrito, Dharmapadha), nos dirá: “Es más fuerte el hombre que se vence a sí mismo que el que vence a mil hombres en combate”.

Nirvana significa, literalmente, “salir del bosque”, o sea, salir de la confusión, las tinieblas y la pluralidad. Es la meta última del hombre como tal. Pero no es el fin de todo, pues según el budismo esotérico, más allá hay más y más misteriosos estados que se engloban en la expresión “Paranirvana Moksha”.

Para el Buda, la persona o cuaternario inferior es mortal por necesidad, pues está en el tiempo y “todo lo que nace debe morir”. Lo inmortal es el espíritu, que está por encima del yo mental egocéntrico y egoísta. El verdadero triunfo no radicaría, según este Avatara, en dominar sólo el cuerpo, sino el pensamiento y el separatismo del yo, tú, él, etc.

El hombre debe sentir la necesidad imperiosa de liberarse del ciclo vida-muerte para poder lograrlo realmente. Mientras viva apegado a la sensación y la ignorancia, es mejor dejar el trabajo de purificación a la moral mecánica de la Naturaleza a través de las reencarnaciones.

Así, más que fundador de una religión, fue un filósofo esotérico. Creó dentro del milenario brahmanismo una revolución ideológica y de costumbres, pues los brahmanes, que estaban sujetos a un ceremonial muy estricto, a un sinnúmero de supersticiones y tabúes, fueron fuertemente chocados por esta corriente de aire fresco que, sin negar la tradición interna, desaconsejaba pasar la vida en ceremonias, ya huecas de sentido, esperando que los dioses ayudasen al hombre. Como Sócrates, recomendó el “Conócete a ti mismo”.

Tras su muerte, sus discípulos fueron perseguidos por la “religión oficial”, y tan solo siglos más tarde, como un Constantino oriental, surgió el emperador Asoka, llamado “el Cruel”, quien a mediados de su vida abrazó las enseñanzas del Buda y las impuso en el Imperio de una India que había superado una de sus épocas de feudalismo. Pero no duraría mucho esta situación, pues en el siglo VIII sobrevendrá la invasión musulmana y todo se fragmentará de nuevo. El budismo, ahora dividido en Mahayana (el Gran Vehículo) e Hinayana (el Pequeño Vehículo), penetró profundamente en China y otros países de Oriente. Las nuevas investigaciones afirman que, asimismo, se expandió puntualmente hacia Occidente en el siglo III a. C. debido a los contactos establecidos por Alejandro el Grande, quien también dejaría su impronta en el pensamiento y el arte hindú a través del período “Gupta”. Algunos filósofos budistas y brahmines deambularon por Occidente, por lo menos hasta el siglo I-II d. C. y se les llamaba “gimnosofistas”.

El budismo se caracterizó y se caracteriza por no tener un jefe espiritual sino muchos, y por una gran libertad de expresión, que lo ha enriquecido, pero también lo ha debilitado. Hasta finales del siglo XIX y primer cuarto del XX fue la religión con más adeptos en el mundo, pero la caída de China en la guerra civil y la posterior penetración de formas asimiladas del marxismo, así como la influencia occidental, que se reforzó en Japón y en todo lejano Oriente después de la Segunda Guerra Mundial, la ha dejado en un probable tercer lugar y, como todas las religiones actuales, salvo la musulmana, tiende a perder influencia.

No obstante, en sus veinticinco siglos de vida ha demostrado una gran capacidad de supervivencia y, salvo el ya muy lejano momento de Asoka, podemos afirmar que es la forma de fe menos inclinada a la violencia y al dominio del mundo material y a las riquezas. Salvo excepciones, como en el caso de los Khmer rojos, no se mezcló ni se mezcla en cuestiones políticas, pues prima el viejo espíritu de lo pasajero de las cosas y de la búsqueda individual de una paz interior a todo precio, unida a una gran humildad. Dijo el Buda: “Yo veré la espalda del último hombre que entre al Nirvana”.

Según H. P. Blavatsky, en sus orígenes el budismo no tuvo casi nada de original, pues Sidharta se habría limitado a exteriorizar una forma de budismo primitivo, la mística de la luz o de la Iluminación, que existía desde hacía miles de años antes en la zona del norte de la India, especialmente en el Tíbet. Ya es muy difícil, si no imposible, probar esto o negarlo. De cualquier manera, el Señor del Loto trasmitió a la posteridad la religión que menos sangre ha hecho verter de todas las que conocemos. Y aunque fuese nada más que por eso, merece ser bendito.

José Carlos Correas, instructor de Nueva Acrópolis en Cádiz