En la plaza de San Antonio de nuestra pequeña isla hay una buganvilla. Y, cualquiera que acabe de leer la frase anterior dirá: “Joé, pos no hay buganvillas por tós laos... er gachó éste parece que no ha visto ninguna en su vida...”

Pues no, no conozco ninguna igual. Como ésta, no. Porque no es como cualquiera otra, y todo el que vive en nuestra tierra desde hace suficientes años inevitablemente la ama.

Porque nos acompañaba en nuestra infancia y en nuestros juegos, junto al puestecito de Dolores, donde, con dos gordas de pipas o de algarrobas ya teníamos para echar la tarde.

Y en nuestra adolescencia sonreía complaciente, gozando con nuestros primeros amores de piel de acné, y hasta es posible que se emocionara con los besos furtivos robados a nuestra primera amante.

Acompañó nuestros pasos cuando nos miraba pasar con el blanco de Corpus de nuestras madres, blanco de los zapatos al cuello, blancas también nuestras almas.

Y más tarde nos vio cruzar la desolada, blanca y enorme plaza con nuestro flamante terno, camino del Carmen, sudando todo lo que se puede sudar, pero sintiéndonos ya hombres, hombres importantes.

Dio la bendición a nuestra primera novia... y a las siguientes. También bendijo a nuestros hijos. Y ahora mira con ternura a nuestros nietos, recordando sonriente el torpe caminar de nuestros primeros pasos.

Y está ahí, como siempre, como el más patente símbolo de lo eterno, como un certificado de que nuestra vida existió de verdad. Nos muestra la permanencia en el tiempo, la continuidad del hilo invisible que nos ensarta como cuentas de collar, y nos asegura y recuerda cada camino, cada recodo, cada senda de nuestra vida.

La suya fue tormentosa, no fue fácil. Cualquiera otra nos hubiera abandonado para siempre, hubiera desertado, hubiera desfallecido. Y, al menos yo, no lo hubiera podido sobrellevar.

Me detengo junto a ella a veces, esperando el paso de un anciano benigno, de los que aman lo inmutable. Y lo abordo sin temor, porque nunca me he topado con ninguno de ellos que no la amara. Y hablamos de ella como de una amante, de su compañía, de su afortunada existencia... y siempre concluyo que todos la llevamos en el rincón donde viven los más blancos recuerdos. Porque en ella está toda nuestra vida, todos nuestros amores y todas nuestras penas, nuestros deseos y todos nuestros pasos.

Hemos visto cómo la podaron brutalmente, lo que no consiguió más que estimularla a su lucha por nuestra compañía. Cómo encerraron su viejo tronco bajo un triste y gris cemento asesino. Pero no le importó, porque seguramente su alimento fue siempre nuestro amor, y sus raíces nuestros pechos.

Su tierra, otrora placentero recinto de amarillo albero robado al sol implacable de su casa, es ahora de cerrado y muerto hormigón, que aprisiona su tierno abrazo a la tierra que en su día eligió.

Pero yo sé que mi buganvilla, nuestra buganvilla, vivirá para siempre. Sé que, igual que me dio la bienvenida cuando la vi por primera vez con mis ojos limpios, me dirá su último adiós cuando me llamen del otro lado. Y también sé que la última imagen de mi alma en tránsito será para ella, porque es cielo, es eternidad y es, y ha sido... toda mi vida.

AbraxasAbraxas Cádiz

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