Hacía días que el cuerpo me pedía salir a correr un rato. 

Es una curiosa sensación que se tiene...

...cuando estás acostumbrado a hacer ejercicio y por alguna que otra circunstancia llevas un tiempo sin hacerlo. Te sientes incómodo, malhumorado y con la energía saliendo por los poros de la piel, es el “mono” del que hablan los deportistas.

Si llevas un tiempo sin correr debes de empezar con mesura, tus piernas te piden guerra pero ya sabes por experiencia que las tienes que ir soltando poco a poco.

Pues en ello estaba cuando llegué al borde de la playa. Por entonces calculo que llevaría unos 30 minutos de carrera.

Previamente había cruzado un bosquecillo de pinos por un serpenteante camino de madera que lo recorría a todo lo largo. Ya era tarde y estaba anocheciendo. 

La luz del atardecer me acompañó por el bosque creando a su paso sombras con caprichosas formas y tamaños. 

Ya no escuchaban a los pajarillos, sólo el monótono y acompasado “pum pum” de mis pies sobre el camino de madera.

El final de bosque desembocaba en la playa. La marea había terminado de bajar pocos minutos antes y una pequeña película de agua cubría la arena por donde corría.

El sol hacía un rato que se había marchado y la luna empezaba a despuntar en el cielo.

Una luz mortecina invadía el lugar. 

Algunos paseantes me acompañaban en mi loca carrera.

Me gusta correr así, a solas conmigo mismo y con el mundo a mi alrededor. 

Me ayuda a divagar, pensar, reflexionar y ver las cosas con otros puntos de vista. 

Son pequeñas experiencias místicas que me ayudan a encontrarme.

En ello estaba, divagando, cuando mis pensamientos me llevaron a pensar en que damos por supuestas muchas cosas por el simple hecho de tenerlas y no le damos valor. 

Sentía mi cuerpo, mis piernas moviéndose a un ritmo acompasado, mis oídos oyendo el rumor del mar, mi piel sintiendo la brisa del anochecer, mis ojos captando la tenue luz que me envolvía. Sí, era un ser afortunado, muy afortunado pues ¿cuanto vale para el inválido tener unas piernas a las que pueda manejar a su antojo? ¿Cuánto vale para un ciego unos ojos que puedan captar la belleza de las cosas? ¿Cuánto vale para un sordo oír los mil y un matices del mar? 

¡Qué afortunado me sentía de poder sentir todo eso!

¡De estar vivo y de poder manejar mi cuerpo casi a mi antojo! 

¡Qué gran suerte poder mirar a mis pies y ver como casi por arte de magia me llevaban de un sitio a otro, poder respirar y sentir la humedad del aire en mi interior, el sudor caer por mi rostro y sentirme vivo y autosuficiente! 

Ya no volveré a quejarme por nimiedades, ya no daré ciertas cosas como seguras pues nada lo es. Hoy puedo correr y sentirme vivo, mañana… ¿quién sabe? 

Aprovechemos la oportunidad que nos da la vida de estar hoy y ahora con salud y energía y sintámonos ricos, ¡inmensamente ricos!

Ese día los Dioses quisieron premiarme y me iluminaron un poco para que pudiera captar la belleza del lugar y la sensación de plenitud que se alcanza en esos pequeños momentos místicos que suelo tener en mis carreras por esos mundos.

He querido compartirlo con vosotros.

Cristóbal.

“Filósofo de andar por casa” 

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