COMPRENDO que no está de moda. No hay minuto de nuestra moderna y bulliciosa vida que no deseemos lleno de palabras, de ideas, de músicas y susurros, de conversaciones banales, de cuentos que otros nos cuentan,


como si la soledad fuera infierno que el alboroto refrigera. Callar -un arte antiguo- es siempre hoy indicio de ignorancia, desprecio, indiferencia o culpabilidad. Nos sentimos permanentemente obligados a dibujar una frase brillante, una observación ingeniosa que acredite nuestro talento y haga intuir la profundidad de nuestra sabiduría. Esperamos, incluso, que el prójimo jamás deje de aplazar -el cómo no importa- ese diálogo esencial y temido, en el parecer de la mayoría demasiado semejante a la muerte, con nuestra propia conciencia.

Basta reparar en las costumbres del tiempo que nos correspondió para descubrir la certeza de cuanto antecede. Nos despierta el ruido de las tertulias, cacareo de expertos en nada, que enlaza, sin instante que perturbe, el sueño de la razón dormida con aquel otro, artificial y engañoso, de la razón distraída. Desde esa hora primera, no permitiremos ninguna huérfana de historias insustanciales, de sonidos que nos hagan falsa compañía, de imágenes que deslumbren y acaben cegando la perspicacia de nuestra mirada. Nos acunarán, al fin, voces insomnes, celosas guardianas de un runrún que anhelamos interminable. Todo vale para evitar los paréntesis, para fingir un movimiento inmóvil, para enmudecer los gritos de un alma que tenazmente pregunta lo que nos horroriza responder.

Ni el amor ni la amistad, las estancias más nobles del espíritu, escapan de tan enloquecido síntoma. Duelen los silencios del amigo y del amante, no se valora el inmenso regalo que suponen, extrañamente alejan cuando no hay actitud que manifieste mayor cercanía. Cree ahora el hombre, en su lógica estrafalaria, que sólo le quiere quien aligera sus horas con fábulas y chismes, quien atrasa el encuentro innombrable, confundiendo con frecuencia -y tal vez con malicia- comunicación y locuacidad. Ésta, a su vez, suele ofrecerse como prueba suprema de un cariño hablador y ameno, el único que probablemente consigue ya una convivencia larga, pacífica y cómoda.

Y, sin embargo, a poco que uno reflexione, ha de aceptar que nada firme puede construirse sin el silencio. No hay verdad que no necesite de la tregua que éste concede, ni paz auténtica que rechace su presencia. De su materia sutil, aquélla que Carlyle consideraba hacedora de las más grandes cosas, se forman todos nuestros equilibrios, los hallazgos que van dando sentido a nuestra existencia, las simetrías que aquietan un universo a menudo lastimosamente caótico.

Afirmaba Masson-Oursel que si con la palabra superamos a los animales, con el silencio nos superamos a nosotros mismos. Un propósito sublime pero hiriente, una forma digna de ir siendo, de viajar hacia adentro e intentar vencerse, de partir en mil pedazos la supuesta inalterabilidad de los espejos. Ése que en nuestra época asusta, aparenta olvidarse en el murmullo mediocre de lo cotidiano y convierte en raro y taciturno a quien, con lealtad para consigo y para con los demás, valientemente lo acoge y procura.

Autor: Rafael Padilla

Publicado en Diario de Cádiz edición digital.
 

 

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