Érase una vez un hada que vivía, como le correspondía, en el mundo de las hadas.

 De pequeña, le encantaba volar por encima de las copas de los árboles de su bosque, y seguir luego más allá, a donde nadie se atrevía a ir.
En cada uno de sus viajes descubría mundos diferentes al suyo, algunos con los colores más brillantes que nadie nunca pudo imaginar, y diferentes a cuales pudieran haber existido en cualquier tiempo o lugar; también sonidos distintos, olores distintos… Universos distintos.
Así pasaba mucho tiempo, sola, y echaba de menos a otras hadas con las que jugar. Pero cuando estaba con las otras hadas, a las que no les gustaba utilizar sus alas para volar lejos, echaba de menos perderse buscando horizontes lejanos.
La pequeña hada fue creciendo y, poco a poco, casi sin darse cuenta, prefirió quedarse en su bosque con el resto de las hadas, y así no sentirse sola nunca. Además, allí también había muchas diversiones, y también tenían formas de ver otros mundos, por ejemplo, con esa magia que se proyectaba en los pétalos de algunas plantas, que contaba historias fantásticas, y que a todas las hadas les encantaba disfrutar sentadas entre el polen. Y para nada de esto hacía falta volar. De hecho, tan perezosas se habían vuelto, que casi siempre iban andando a todas partes, e incluso comenzaron a cortarse sus alas porque les pesaban demasiado.
-¡Pero entonces no podremos salir nunca de aquí! –decía a sus amigas- ¡No podréis conocer lo que yo conocí!
-¡¿Y para qué?! Seguro que no es tan interesante como dices. Además, estará muy lejos y no habrá nadie allí. Costará mucho ir y será aburrido. Se está mejor aquí- le respondían.
Quizá tenían razón. Pensó que era mejor quedarse con sus amigas. Así podría pasar el resto de su vida con ellas, y así disfrutarían siempre de todo lo que hacían juntas. Jugar tampoco era tan importante… Y acabó cortándose sus alas…
Pasó el tiempo, y todo era distinto. Las pequeñas hadas se separaron al crecer un poco más, porque habían cambiado, y siguieron por ello caminos diferentes. Y la nuestra se quedó triste y sola. Pero además entonces ni siquiera podía volar a sus mundos, así que fue olvidando poco a poco que existían.
      Un día, cercano a aquel en que iba a pasar a formar parte de las hadas adultas –para lo cual se hacía un examen de seriedad adquirida muy riguroso-, nuestra pequeña hada vio volando lejos a un gracioso hado, diferente a todos los demás. Le veía jugando y riendo, cosa muy poco común, y esto volvió a despertar algo dentro de sí.
-¡Ey! ¡¿Qué haces por ahí arriba?!- le gritó una vez que ya no pudo aguantar más su curiosidad.
-¡Descubro los mundos que están más allá de nuestro bosque! ¡Allí juego y me divierto!
-¡Esos mundos no existen! ¡Yo lo creí una vez, pero no es cierto! ¡Sólo son posibles en la magia que proyectan en los pétalos!
El pequeño hado bajó hasta donde ella estaba, y sonriendo le dijo:
-Sí que existen, y tú los has conocido. Es sólo que los olvidaste. Toma, te prestaré unas alas. Y no te preocupes, las tuyas volverán a crecer.
Así, la pequeña hada recordó, y el día señalado se plantó refunfuñando en el tribunal de los adultos, donde finalmente dijo con voz firme y clara:
-¡Ni hablar! Quizá vosotros queráis quedaros aquí abajo, con vuestras alas cortadas y vuestra seriedad, pero yo conozco otros mundos que están más allá de este bosque esperándonos, donde hay más colores, más risas, más música… ¡Y pienso volver a ellos!
Y entonces, se plantó sus alas postizas y empezó a ascender con mucho esfuerzo. Al principio, iba dando traspiés con los troncos y alas ramas, pero finalmente llegó otra vez allí donde la luz del sol era más brillante y más cálida, tras atravesar las copas de los árboles. Y se alejó…

Nerea Valerga Martín

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