Extraído de
        LA VIDA DE LAS ABEJAS
         Maurice Maeterlinck

¡Extraña y pequeña república, tan lógica y tan grave, tan positiva, tan minuciosa, tan económica, y, sin embargo, víctima de un sueño tan vasto y tan precario! Pequeño pueblo tan resuelto y tan profundo, nutrido de calor y de luz y de lo más puro que hay en la Naturaleza: el alma de las flores, es decir, la sonrisa más evidente de la materia y su esfuerzo más conmovedor hacia la felicidad y la belleza, ¿quién nos dirá los problemas que has resuelto y que a nosotros nos falta adquirir? Y si es verdad que has resuelto esos problemas y adquirido esas verdades, no por medio de la inteligencia, sino en virtud de alguna impulsión primitiva y ciega, ¿a qué enigma más insoluble aún no nos empujas? Pequeña ciudad llena de fe, de esperanzas, de misterios, ¿porqué las cien mil vírgenes aceptan una tarea que ningún esclavo humano aceptó jamás? Economizando sus fuerzas, algo menos olvidadizas de sí mismas, algo menos ardientes en la labor, verían otra primavera y un segundo estío; pero en el magnífico momento en que todas las flores las llaman, parecen poseídas de la embriaguez mortal del trabajo, y, rotas las alas, reducido a nada y cubierto de heridas el cuerpo, perecen casi todas en menos de cinco semanas.

Tantus amor florum, et generandi gloria mellis,

       exclama Virgilio, que nos transmitió en el cuarto libro de las Geórgicas, consagrado a las abejas, los deliciosos errores de los antiguos, que observaban la Naturaleza con los ojos aún deslumbrados por la presencia de dioses imaginarios.
      
      
       ¿Porqué renuncian al suelo, a las delicias de la miel, al amor, a los adorables ocios que conoce, por ejemplo, su alada hermana, la mariposa? ¿No podrían vivir como ella? No las acosa el hambre. Dos o tres flores bastan para alimentarlas y visitan dos o trescientas por hora para acumular un tesoro cuyas dulzuras no probarán. ¿A qué tomarse tanto trabajo, de dónde viene tanta seguridad? ¿Es bien cierto que la generación por la cual moriréis merece ese sacrificio, que será más bella y más feliz, que hará algo que no hayáis hecho vosotras? Vemos vuestro fin; es tan claro como el nuestro: queréis vivir en vuestra descendencia tanto tiempo como la tierra misma; pero, ¿Cuál es el fin de ese gran fin y la misión de esa existencia eternamente renovada?
       Pero, ¿no somos más bien nosotros los que nos atormentamos en la duda y el error, que somos soñadores pueriles y os hacemos preguntas inútiles? Aunque, de evoluciones en evoluciones, hubieseis llegado a ser todopoderosas y muy felices; aunque hubierais llegado a las últimas alturas desde las cuales dominaseis las leyes de la Naturaleza; aunque fueseis, en fin, diosas inmortales, aún os interrogaríamos y os preguntaríamos lo que esperáis, adónde queréis ir, dónde contáis deteneros y declararos sin deseo. Somos tales que nada nos satisface, que nada nos parece tener su fin en sí mismo, que nada nos parece existir simplemente, sin segunda intención. ¿Hemos podido imaginar hasta hoy uno solo de nuestros dioses, desde el más grosero hasta el más razonable, sin hacerlo agitar inmediatamente, sin obligarlo a crear una multitud de seres y de cosas, a buscar mil fines fuera de sí mismo, y no nos resignaremos jamás a representar tranquilamente y durante algunas horas una forma interesante de la actividad de la materia, para volver en seguida, sin pesares ni asombro, a la otra forma, que es la inconsciente, la desconocida, la dormida, la eterna?
      
      
      
      
      
      
       Pero no olvidemos nuestra colmena, en que el enjambre pierde la paciencia; nuestra colmena que bulle y rebosa de oleadas negras y  vibrantes, como un vaso sonoro bajo el ardor del sol. Son las doce del día y diríase que, en torno del calor que reina, los árboles reunidos retienen todas sus hojas, como se retiene la respiración en presencia de una cosa muy dulce, pero muy grave. Las abejas dan la miel y la cera olorosa al hombre que las cuida; pero lo que quizá vale más que la miel y la cera es que llaman su atención sobre la alegría de junio, es que le hacen saborear la armonía de los meses más hermosos, es que todos los acontecimientos en que ellas intervienen están relacionados con los cielos puros, con la fiesta de las flores, con las horas más felices del año. Son el alma del estío, el reloj de los minutos de abundancia, el ala diligente de los perfumes que vuelan, la inteligencia de los rayos de luz que se ciernen, el murmullo de las claridades que vibran, el canto de la atmósfera que descansa, y su vuelo es la señal visible, la nota convencida y musical de las pequeñas alegrías innumerables que nacen del calor y viven en la luz. Hacen comprender la voz más íntima de las buenas horas naturales. Al que las conoce, al que las ama, al que las disfrutó, un estío sin abejas parece tan desgraciado y tan imperfecto como si careciese de pájaros y flores.

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